domingo, 24 de noviembre de 2013

De liebres


Miró las aspas del ventilador girar con premura, pero él apenas podía sentir el fresco, envuelto en el calor de la piel del hombre. Los ojos se le humedecieron: aquello era tortura, aquello era el castigo del que la tía Idalia hablaba cuando le dejaba caer encima –sobre el rostro, o el lomo, o lo que tuviera más cerca- la fuerza de sus manazas engañosamente flácidas y torcidas. Lo ponía a rezar, todos los días, de hinojos frente al Cristo que dominaba el altar de la cómoda. Andrik no sabía rezar, no lograba aprenderse las palabras de memoria. La tía, que tampoco las conocía completas, se contentaba con oírlo bisbisear al mismo ritmo que ella, con los ojos fijos en la imagen. Los ojos dorados del Cristo le parecían hermosos; le recordaban a los de Esteban. Aquella barba castaña olería seguramente a lo que huelen las cosas sagradas: a ese humito que soltaban en la iglesia. Seguramente se sentiría bien contra la piel de su vientre, contra la del interior de sus muslos. Andrik nunca había estado con un hombre barbado y no dejaba de imaginar el color y la textura de la piel que se ocultaba bajo la túnica, lo que confirmaba lo que la tía decía: estaba sucio por dentro, estaba tocado por el diablo.
Fernanda Melchor
Falsa liebre


               24.11.13
el que con liebres
            se acuesta,
amanece
             brincando.

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