Miró las aspas del ventilador girar con premura,
pero él apenas podía sentir el fresco, envuelto en el calor de la piel del
hombre. Los ojos se le humedecieron: aquello era tortura, aquello era el
castigo del que la tía Idalia hablaba cuando le dejaba caer encima –sobre el
rostro, o el lomo, o lo que tuviera más cerca- la fuerza de sus manazas engañosamente
flácidas y torcidas. Lo ponía a rezar, todos los días, de hinojos frente al
Cristo que dominaba el altar de la cómoda. Andrik no sabía rezar, no lograba
aprenderse las palabras de memoria. La tía, que tampoco las conocía completas,
se contentaba con oírlo bisbisear al mismo ritmo que ella, con los ojos fijos
en la imagen. Los ojos dorados del Cristo le parecían hermosos; le recordaban a
los de Esteban. Aquella barba castaña olería seguramente a lo que huelen las
cosas sagradas: a ese humito que soltaban en la iglesia. Seguramente se
sentiría bien contra la piel de su vientre, contra la del interior de sus
muslos. Andrik nunca había estado con un hombre barbado y no dejaba de imaginar
el color y la textura de la piel que se ocultaba bajo la túnica, lo que
confirmaba lo que la tía decía: estaba sucio por dentro, estaba tocado por el
diablo.
Fernanda Melchor
Falsa liebre
24.11.13
el que con liebres
se acuesta,
amanece
brincando.
"Esta noshe, en Lusho TV: ¡Libre liebre bazar!".
ResponderEliminarTe amo.
Liberen a la liebre, el musical.
ResponderEliminarTe amo.